DOCTRINA GENERAL DE LA LLAMADA CULPA MÉDICA

 

 

                                                     EUGENIO LLAMAS POMBO

                                                           Catedrático de Derecho Civil

                                                           Abogado

 

 

 

SUMARIO

1.- El supuesto general: responsabilidad médica basada en la culpa

            1.1.- Identificación del problema

            1.2.- El contexto general del problema

2.- El argumento de base: la naturaleza de la relación médico-paciente

            2.1.- La especial relación de confianza médico-paciente

            2.2.- Carácter contractual

            2.3.- Obligaciones de medios y de resultado

3.- El paliativo del sistema: dulcificación de la carga de la prueba

            3.1.- Las objeciones al modelo

            3.2.- Los peculiares instrumentos probatorios al alcance de la víctima

4.- La culpa médica

5.- La lex artis y los deberes médicos como medida de la diligencia

            5.1.- Concepto y naturaleza jurídica de los deberes médicos

            5.2.- Bienes esenciales de la personalidad y derechos del paciente

            5.3.- Análisis de los principales deberes médicos

                        5.3.1.- Deberes relacionados con la información

                                    a) El consentimiento informado

                                    b) El deber de información

                                    c) El secreto profesional médico

                        5.3.2.- Deberes relacionados con la competencia profesional

                        5.3.3.- Deberes de asistencia

                        5.3.4.- Deber de certificación

 


1.- EL SUPUESTO GENERAL: RESPONSABILIDAD MÉDICA BASADA EN LA CULPA

            1.1.- Identificación del problema

            No hace mucho tiempo he destacado[1] la enorme abundancia de cuestiones y problemas que a lo largo de los últimos diez años han venido acuciando a nuestros tribunales, en  materia de responsabilidad civil del médico [2]. En este aspecto, la vertiente médica de la responsabilidad profesional no es ajena a lo que viene sucediendo con todo el moderno Derecho de Daños. Sucede, sin embargo, que la llegada de los litigios relativos a la responsabilidad civil sanitaria ha sido, por así decirlo, más tardía y repentina, y menos paulatina. Y tal vez por ese motivo, ha gozado de una mayor notoriedad, a la que no son ajenas tampoco la preocupación social y la espectacularidad mediática que suelen acompañar a los daños derivados de la actividad médico-sanitaria y hospitalaria.

 

            Pero de todas las cuestiones, la que sin duda mayores quebraderos de cabeza ha provocado a nuestros tribunales civiles, con la Sala Primera del Tribunal Supremo como primer exponente, ha sido encontrar un elemento de imputación que, como requisito inexcusable de toda responsabilidad civil, permita trasladar el soporte de las consecuencias económicas del daño desde el patrimonio del paciente “dañado”, hasta el del médico “dañador”. Y ello de forma que se “haga justicia”, con satisfacción simultánea de los intereses en pugna del profesional de la medicina, y de la víctima de un daño[3]. Ciertamente, el dilema no es exclusivo de la responsabilidad médica, sino que sobre cualquier reclamación indemnizatoria planea siempre ese verdadero abismo que se abre entre el viejo dogma de la responsabilidad por culpa (no genuinamente aquiliano, en contra de lo que generalmente se cree), con prueba a cargo de la víctima, y la máxima objetivación de la responsabilidad por riesgo, sólo predicada con verdadera plenitud en el ejercicio de ciertas actividades, y por expreso y contundente imperativo legal.

 

Como igualmente ya he señalado, el problema no ha encontrado, pese a su grave importancia, un tratamiento unívoco en la jurisprudencia. Parece como si nuestro Tribunal Supremo llevase medio siglo debatiéndose en una dialéctica irresoluble, en un dilema fatal, entre la letra de los artículos 1101 y 1902 del Código civil, textualmente aferrada al secular esquema culpabilista, y el espíritu forjado por una sociedad mucho más sensible a los intereses de las víctimas y mucho más expuesta a los riesgos y los daños, y por ello, abiertamente proclive a modelos objetivos de responsabilidad. Sin embargo, no todo es incertidumbre y vacilación, y en los últimos años se han venido consolidando unos criterios suficientemente claros (aunque no exentos de excepciones y matices) que permiten realizar la imputación subjetiva de un daño determinado. Y, sobre todo, de establecer un sistema de reparto de la carga de la prueba acerca de los hechos en los que se sustenta esa imputación.

 

            1.2.- El contexto general del problema

            Es bien conocida la evolución que ha sufrido nuestro sistema de responsabilidad civil en el último tercio de siglo, lo que nos exime aquí de describirla con minuciosidad. Baste recordar que nuestra jurisprudencia ha venido realizando un significativo esfuerzo dirigido a conjugar el texto absolutamente culpabilista de nuestro Código civil, con el espíritu de las corrientes favorables a los criterios objetivos de imputación subjetiva. Ello lleva a  De Angel a señalar que hay una “tendencia de la jurisprudencia a orientar la interpretación y aplicación de los principios jurídicos tradicionales -basados en la doctrina de la culpa- por caminos de máxima protección de las víctimas de sucesos dañosos”[4]; Díez Picazo alude a una verdadera “deformación de la noción de culpa civil”, según la cual nuestra responsabilidad es teóricamente por culpa, y prácticamente objetiva[5]; y Rogel Vide habla simplemente de “expedientes jurisprudenciales paliativos” del principio de responsabilidad por culpa[6]. En la doctrina francesa, con agudeza y mayor profundidad ha señalado Yvonne Lambert-Faivre[7]  que el eje de la responsabilidad civil ya no es el “sujeto responsable”, sino el “objeto” de la responsabilidad, o sea, la reparación del daño. En otras palabras, el sistema evoluciona desde un Derecho de daños que giraba en torno a la deuda de responsabilidad,  hacia otro que lo hace alrededor del crédito indemnizatorio.

 

            En efecto, suelo afirmar, plásticamente, que en la segunda mitad del siglo XX hemos asistido a un cambio de protagonista dentro del teatro de la responsabilidad civil: el “primer actor” ya no es (como en el artículo 1902 del Código civil) “el que causa daño a otro”, ni tampoco (como en el artículo 1101) “los que incurrieran en dolo, negligencia o morosidad...”, sino precisamente ese “otro” que es víctima de un daño extracontractual o contractual, de manera que importa poco por quién o por qué motivo se va a afrontar la indemnización de ese daño, con tal de que dicha reparación se produzca. El protagonista es ahora la víctima, de manera que la formulación de los preceptos nucleares de nuestro sistema de responsabilidad civil podría ser muy distinta, para señalar que “todo aquel que sufre un daño antijurídico tiene derecho a ser indemnizado”, o algo parecido. Así, lo relevante hoy no es la antijurididad (a veces inexistente) de la conducta que causa el daño, sino la antijuricidad del daño mismo.  Y por eso, cabe hablar de un (relativamente nuevo) principio general de nuestro Derecho, que podría formularse como el favor victimae o principio pro damnato[8] que, en palabras de Díez-Picazo, encierra una regla general por la que “todos los perjuicios y riesgos que la vida social ocasiona deben dar lugar a resarcimiento, salvo que una razón excepcional obligue a dejar al dañado solo frente al daño”[9].

 

            En la práctica, es sabido que todas esas ideas han encontrado una doble vía de influencia: por una parte, han propiciado la paulatina aparición de un buen número de leyes especiales, que consagran la responsabilidad objetiva de quienes causan daños como consecuencia del ejercicio de otras tantas actividades particularmente peligrosas; y, por otra, se han reflejado en unos cuantos cambios en la hermenéutica de los preceptos del Código civil, estableciendo unos criterios interpretativos que hoy son moneda de uso corriente en nuestra jurisprudencia y que pueden resumirse en los siguientes[10]:

                        1º) Inversión de la carga de la prueba, a través de una suerte de presunción[11] de que quien causa un daño lo hace negligentemente, y a él le corresponde desvirtuar tal presunción. Criterio que no aparece brusca e inopinadamente a partir de las famosas Sentencias del TS de 20 octubre 1963, 23 marzo 1968 y 11 marzo 1971[12], sino que vino precedido por toda una corriente más modesta, que precisamente se basaba en el principio pro damnato, el cual, según la STS de 5 abril 1953,  obligaba a incorporar el principio de favor probationem para aquellos casos de difícil prueba en beneficio del más débil.

                        2º) Expansión de la apreciación de la prueba, criterio que viene a conectar el principio de inversión que acabamos de mencionar con los problemas de causalidad. Ha sido formulado en los siguientes términos: “cuando no se puede probar con exactitud la causa del daño, es el agente quien debe probar su propia diligencia”[13].

                        3º)Elevación del nivel de diligencia exigible en el desarrollo de cualquier actividad, mediante una aplicación extremadamente rigurosa del artículo 1104 CC. Las “circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar” obligan a desplegar una conducta mucho más cuidadosa que la “diligencia simple”, y por ello, para eximirse de responsabilidad civil ya no basta la diligencia propia del buen padre de familia, sino que es precisa la diligentia diligentissimi.

                        4º) Insuficiencia, a efectos de diligencia, del cumplimiento de las disposiciones legales y reglamentarias que contemplan la obligación de tomar medidas de previsión y evitación de los daños. Si el perjuicio se ha producido, razona nuestra jurisprudencia, es que esas medidas eran insuficientes y, por tanto, incompleta la diligencia desplegada por quien causó el daño.

 

            1.3.- Solución dispensada a la responsabilidad médica

            Es preciso aceptar que, en cierto modo, la responsabilidad médica escapa al contexto general que acabo de describir, sin que ello signifique una verdadera “excepción”, como luego se indicará. La doctrina que ha venido manteniendo el Tribunal Supremo al respecto puede resumirse en dos ideas:

                        1º) Rechazo radical de la responsabilidad objetiva en la responsabilidad médica a partir de la STS 13 julio 1987[14]. Dicho de otro modo: la responsabilidad médica siempre ha de basarse en la existencia de una culpa, lo que excluye la aplicación del riesgo u otros elementos de imputación.

                        2º) La carga de la prueba se atribuye siempre a la víctima, en una rígida aplicación del principio que contemplaba el hoy inexplicablemente derogado artículo 1214 del CC, y ahora proclama en forma mucho más confusa y asistemática el artículo 217 LEC[15].

 

2.- EL ARGUMENTO DE BASE: LA NATURALEZA DE LA RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE

            Tal posición se justifica por el TS[16] en la propia naturaleza de la relación que vincula al médico con el paciente. Relación que viene caracterizada por los siguientes rasgos distintivos:

            2.1.- La especial relación de confianza médico-paciente

            No se puede discutir que en la eficacia de toda actividad terapéutica influye de manera importante la relación de confianza médico-paciente[17].  En este sentido se ha dicho también que el "ministerio médico" implica una "presunción de confianza", lo que otorga al facultativo poderes excepcionales en una materia que interesa esencialmente a la persona, como es la salud e integridad física, lo que justifica ese prestigio (el antiguo “temor reverencial”) que la sociedad profesa a sus médicos.

 

            La confianza parece esencial en la relación médico-paciente, por dos razones fundamentales: en primer lugar, porque cuando nos ponemos "en manos de" un médico, estamos barajando algo tan grave como la integridad física, la salud o, incluso la vida, y lo hacemos precisamente a causa de la propia ignorancia o ineptitud para controlar nuestra salud sin su ayuda; acudimos a esa autoridad que inspira confianza. Existe un segundo motivo en el orden del deber ser, que viene dado por los efectos psicológicos que en la curación de numerosas dolencias produce el saber que "un buen médico" se ocupa de nuestra enfermedad, y lo esperamos todo de su reconocida competencia profesional.

 

            Pero ello tiene además otra lectura: la desigualdad en que se encuentran el médico (experto) y el paciente (profano). Desigualdad radical que también debe tener algún reflejo jurídico dentro del proceso donde se ventila la responsabilidad civil del primero, y muy especialmente en materia de prueba, como veremos.

 

            2.2.- Carácter contractual

            Resueltas hoy las viejas polémicas al respecto[18], la mayor parte de la doctrina y jurisprudencia afirma el carácter contractual de la relación entre médico y paciente, principalmente a partir de 1936, momento en  que la jurisprudencia francesa, tras un cambio, en cierto modo radical, sentó este principio. En efecto, también la jurisprudencia italiana mantiene esta tesis, igual que la propia jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo[19]. De cualquier manera, y a pesar de que resulta una idea algo heterodoxa, se sigue la vía de la responsabilidad contractual, incluso aunque no sea del todo evidente la existenzia de un contrato; pensemos que muchas veces es un miembro de la familia del enfermo, su empresario u otra persona allegada 1a que solicita los servicios del médico, o incluso, en los supuestos de ausencia de honorarios[20], que constituyen la contraprestación correspondiente al sinalagma de ese contrato. Lo que no obsta para que puedan identificarse algunos supuestos de relación (y por ello, de responsabilidad) extracontractual[21]:

                        1. -Si un sujeto solicita la intervención de un médico -"intenta" el inicio de una relación contractual, podría decirse -, que se niega a actuar, con la consiguiente irrogación de un perjuicio para ese sujeto, la responsabilidad derivada de esa negativa deberá considerarse extracontractual sin género de dudas[22]. Ciertamente, el contrato nunca ha existido. No obstante, no siempre se genera una responsabilidad del médico cuando  rechaza aun determinado paciente, sino que es necesario que se produzca un abandono de ese paciente para que el daño que éste sufre sea indemnizado.

                        2. -También debe considerarse indudablemente como supuesto de relación extracontractual, el del médico que atiende con carácter urgente a un sujeto que encuentra en la vía pública en estado de inconsciencia, víctima de un accidente o enfermedad repentinos.

                        3. -Otro supuesto en el que no puede hablarse de relación contractual médico-paciente, es el que se presenta cuando el médico ha contratado con una entidad, obligándose a atender a los pacientes que ésta señale. Cuestión diferente es que se aprecie la existencia de una responsabilidad contractual de la institución o entidad.

                        4. -Tratamiento similar recibe el caso del médico funcionario público o contratado al servicio de instituciones sanitarias dependientes de la Admínistración sanitaria, que en su condición de tal, ha de atender a los beneficiarios de prestaciones sanitarias públicas.

                        5. -Como es lógico, deberá acudirse a la responsabilidad aquiliana en los rasos de nulidad del contrato médico-paciente, por ejemplo por la ilicitud del objeto. Sin embargo, las hipótesis de vicios del consentimiento plantean ciertas dificultades. Parece correcto aceptar que en tales supuestos la responsabilidad sea contractual mientras no sea alegada la nulidad.

                        6. - Evidentemente, si el perjuicio por una actividad médica es un tercero, ajeno a la relación contractual, la responsabilidad del médico será de naturaleza extracontractual.

                        7. - Cuando la conducta del médico sea constitutiva de delito o falta penal, de ella derivaría una responsabilidad aquiliana, en los términos y con las referencias legales que son bien conocidas, junto con la unánime crítica a nuestro distorsionador sistema dual para regular una única realidad jurídica.

 

            2.3.- Obligaciones de medios y de resultado.

            En la actividad del facultativo confluyen obligaciones de medios y de resultado, lo que, por otra parte, conlleva importantes consecuencias en materia de responsabilidad civil. La distinción entre ambos tipos de obligaciones proviene de la existencia, junto a las obligaciones en que el deudor se compromete a la realización de un acto determinado, al logro de un resultado, de otras en las que debe tomar ciertas medidas o medios que normalmente se encaminan a producir un cierto resultado. Así, otros autores se refieren a “obligaciones determinadas” y “obligaciones generales de prudencia y diligencia”, al entender que, si bien la diligencia viene impuesta también en las obligaciones de resultado, en las de medios, el deudor se compromete de forma exclusiva y precisa a obrar diligentemente para conseguir el resultado. 

 

            No han faltado doctrinas contrarias a la distinción entre obligaciones de medios y de resultado, y que afirman que todas las obligaciones son de diligencia. Ciertamente, existen serias dificultades dogmáticas a la hora de identificar el criterio de distinción entre obligaciones de medio y de resultado. Quizá el más claro sea el carácter aleatorio o, por el contrario, cierto, del resultado querido por el acreedor.

 

            Pero en general, todos los autores partidarios de la distinción entre obligaciones de medios y de resultado, aluden como paradigma de las primeras a la obligación del médico. Y aquellos otros que niegan tal cualidad a la obligación del médico, lo hacen como consecuencia de su posición contraria a la distinción entre ambos tipos de obligaciones.

 

            En España, y a partir de una doctrina que algunos autores expusimos con detalle en los años ochenta[23], ha sido tardía pero decidida la aplicación de la distinción entre obligaciones de medios y de resultado a la actividad médica por parte de la jurisprudencia; ya las SSTS (Sala 2ª) de 5 julio 1877 y 8 octubre 1963, y la de la Sala 1ª de 21 marzo 1950 se hacían eco de la distinción. Y a partir de las SSTS (Sala 1ª) 20 febrero y 4 noviembre 1992, o 26 mayo 1986, se afirma que “la actividad médica genera obligaciones de medios y no de resultado, pues el médico no está obligado a curar al enfermo, sino a proporcionarle todos los cuidados que requiera, según el estado de la ciencia y la denominada lex artis ad hoc”.Por su parte, indica la STS 29 septiembre 1991 que ha de rechazarse la responsabilidad por riesgo porque “el médico no crea riesgos sino trata los peligros de la enfermedad” [24]..

 

            En efecto, toda actividad médica conlleva una incetidumbre y un alea, de los cuales el facultativo nunca podrá desprenderse, por más que la ciencia avance y la técnica aporte nuevos y sofisticados medios . La propia complejidad del organismo humano y la inevitable influencia de agentes externos a la misma actividad médica, hacen de esa incertidumbre elemento consustancial a la Medicina . Resulta evidente que, aunque la intención del médico sea curar al enfermo, a lo único que puede comprometerse es a utilizar todos los medíos de que intelectualmente disponga y todos los instrumentos que resulten adecuados para el logro de esa curación.

 

            Dicho esto, no se debe  concebir una idea demasiado simplista de las obligaciones del médico como de medios. Los tratamientos ofrecidos por un famoso especialista difieren de los que ofrece un médico hospitalario o un médico de cabecera. Los medios de que disponen unos y otros no son los mismos. Por esta razón, la doctrina nota que la distinción obligaciones de medios-obligaciones de resultado admite ulteriores subdivisiones y que a menudo en la actividad que despliega el médico se entrecrucen obligaciones de uno y otro tipo.

 

            Tanto es así, que ni siquiera cabe una presunción de culpa cuando la curación o el resultado favorable del tratamiento no se consigue, como parece sostener cierta doctrina; y así lo entendemos precisamente por constituir cuestiones diferentes el resultado querido y los medios empleados. Si se fracasa en el tratamiento, todo lo que puede exigirse al médico es que demuestre la adecuación de los medios empleados en el tratamiento, pero nunca su total diligencia, lo cual viene además avalado por las dificultades de orden probatorio que tal exigencia supondría. De todas formas, sobre la incidencia de esta distinción sobre la carga de la prueba, volveremos más adelante.

 

            Si partimos de la base de que el deber principal y, por lo demás, más frecuente de los que asume el médico - esto es, el deber de asistencia y cuidado del enfermo-, constituye una obligación de medios, es necesario admitir la existencia de determinados supuestos en que se presenta una obligación de resultado, bien entendido que se trata de casos excepcionales. Asimismo, es destacable que son obigaciones concretas que normalmente forman parte del tratamiento, que se incardinan en esa obligación más general de medios. Cuando el médico concierta una cita para un día y hora determinados, el deber de acudir es obviamente de resultado; igualmente, si bien el compromiso de practicar una transfusión sanguínea constituye una obligación de resultado, eso no quiere decir que el médico se comprometa a lograr la finalidad terapéutica para la cual se instrumenta esa transfusión.

 

            Estos supuestos de excepción a los que nos referimos pueden obedecer a dos tipos de motivos: razones de orden práctico, cuando en la actividad médica en cuestión no interviene ningún alea o lo hace en muy escasa medida , y razones de orden jurídico, cuando del tenor de un contrato se desprenda la conclusión de que voluntariamente se pacta una obligación de resultado. Entre los primeros, cabe citar los siguientes supuestos:

                        1º) La emisión de dictámenes y certificados.

                        2º) Los análisis clínicos.

                        3º) El llamado contrato de clínica o de hospitalización, en sus distintas vertientes, incluye indudablemente también algunas obligaciones de resultado, para la entidad o centro que lo realiza (proporcionar seguridad al enfermo contra los peligros que pudieran amenazarle y tener en buen estado el material necesario para el tratamiento).

                        4º) En odontología, y respecto a la colocación, adaptación y suministro de prótesis dentales, existen ciertos problemas aunque en general se considera como obligación de resultado.

                        5º) La cirugía estética, de la que nos ocupamos más adelante, no sin importantes matices que allí veremos.

                        6º) Existen otros supuestos en que cabe asignar al médico una obligación de resultado, tales como la colocación de prótesis y aparatos ortopédicos, y las intervenciones menores como la fimosis, amígdalas, etc., siempre que se realicen en circunstancias normales.

                        7º) Por último, cabe aludir a la promesa de curación, como asunción voluntaria de la obligación de resultado: Se trata del compromiso, asumido contractualmente por parte del médico, de obtener un resultado satisfactorio al término de su intervención. Al margen de la licitud de esta sobrecarga de responsabilidad, que nadie duda, como manifestación de la autonomía de la voluntad consagrada en el art. 1.255 CC, consideramos difícil tal hipótesis, dado que los problemas de prueba son graves, al ser habitual la inexistencia de un documento escrito del contrato del que se desprenda indubitadamente esa característica de la obligación médica. De todas formas, las promesas de curación hechas por el médico, siempre y cuando no sean un simple modo de levantar el ánimo al enfermo constituyen la promesa de un hecho incierto cuya realización no depende sólo de la voluntad del deudor y cuyo efecto no es otro que la asunción del riesgo del fracaso producido por caso fortuito o fuerza mayor, posibilidad que ofrece el art. 1.105 del C. Civil.

 

            No obstante, para la determinación de la responsabilidad del médico en estos supuestos quizás resulte más sencillo acudir al incumplimiento del deber precontractual de información que pesa sobre el facultativo, y recurrir a la culpa in contrahendo que genera el incumplimiento de ese deber. Basta señalar que el mismo no se cumple con la mera información, sino que además ésta ha de ser correcta, y , en definitiva, en estos casos cabe considerar que el paciente accedió a la conclusión del contrato "seducido" por una información falsa, por una promesa de curación cierta, que no era posible predecir, cuando realmente no se produjo. Ello acarrea una responsabilidad aquiliana ex art 1.902 CC, al no estar tipificada en nuestro Derecho una concreta responsabilidad precontractual.

 

3.- EL PALIATIVO DEL SISTEMA: DULCIFICACIÓN DE LA CARGA DE LA PRUEBA

            3.1.- Las objeciones al modelo

            Ese trato aparentemente “excepcional” no es fácil de justificar. Como señalé en mi comentario de una de las sentencias ya mencionadas[25], no se puede negar que una rígida aplicación de los clásicos principios de culpa, causalidad y carga de la prueba, puede llegar a frustrar la finalidad reparadora de la responsabilidad civil, cuando de actividades técnicas y profesionales se trata. En efecto, la desigualdad entre víctima y profesional (o institución donde se ejerce la actividad profesional) es patente, en relación con las posibilidades de acceso al conocimiento que una y otros tienen acerca del desarrollo de los hechos, y de la valoración técnica o científica de esos hechos[26]. Lo que abiertamente contraviente el principio pro damnato[27], pues la demostración de la culpa y la causalidad con arreglo a los esquemas tradicionales puede llegar a convertirse en una verdadera probatio diabolica. Así lo reconoce el TS en numerosas Sentencias, de la que resulta exponente la de 2 diciembre 1996: “en los casos en que se obstaculiza la práctica de la prueba por las partes, sean actoras o demandadas, cabe atenuar el rigor del principio que hace recaer la prueba de los hechos constitutivos de la demanda sobre el actor, desplazándola hacia la parte (aunque sea la demandada) que se halle en mejor posición probatoria, por su libertad de acceso a los medios de prueba.

 

            3.2.- Los peculiares instrumentos probatorios al alcance de la víctima

            Tal constatación ha llevado a la jurisprudencia española a no mostrarse tan insensible a los intereses de esa víctima, facilitando a la misma la prueba de la culpa médica y aun de la relación de causalidad, a través distintos instrumentos que en su mayor parte ya habían tenido eco en la doctrina y en el Derecho comparado[28], y de los que me ocupaba con detenimiento recientemente[29]. Baste aquí una palabra de cada uno de ellos:

                        1º) El principio res ipsa loquitur (the things speaks for itselves), que no es sino una presunción, en virtud de la cual se permite deducir de un hecho probado y evidente la existencia de culpa[30]. Hay veces en que “las cosas hablan por sí mismas”, no hace falta que hable el hombre, existe una circumnstantial evidence, que permite inferir no sólo la causalidad, sino también la culpa: cuando se amputa la pierna equivocada, o se opera de fimosis en lugar de amigdalitis, o se olvida una gasa o pinzas en la zona intervenida, o el odontólogo deja caer una pieza dental dentro de la tráquea del paciente, escasa o nula prueba requiere la culpa[31]. Lo mismo sucede cuando el cirujano, en lugar del apéndice, corta otra parte del intestino, o el ginecólogo deja materia ovular en el curso de un raspado[32]. Aunque la STS 2 febrero 1993 rechazaba la aplicación de dicha regla (que confundía explícitamente con la inversión de la carga de la prueba), lo cierto es que la aplicado sin problemas en las SSTS 12 julio 1988[33] y 9 diciembre 1998[34].

                        2º) No existen grandes diferencias entre el criterio que acabo de exponer y la clásica prueba de presunciones que contemplaba el lamentablemente derogado artículo 1253 del CC (de un hecho cierto y probado, se deduce otro, con el que existe un enlace preciso y directo), como vehementemente ha demostrado Diaz Regañon[35]. El razonamiento ha sido magníficamente expuesto por De Angel: “el hecho de que la culpa del médico no se presuma no significa que no pueda acreditarse por medio de la prueba de presunciones, es decir, mediante la inferencia  lógica por cuya virtud es posible que a partir de un hecho demostrado se deduzca otro (el que hay que probar), siempre que entre el primero y el segundo exista un enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano”[36].   Así, a partir de la STS de 12 febrero 1990 se abre camino jurisprudencial la técnica probatoria presuntiva en otras muchas SSTS, como las de 22 febrero 1991, 30 julio 1991, 13 octubre 1992, 4 noviembre 1992, 23 marzo 1993, etc.

 

                        3º) Análoga a las anteriores es la llamada prueba prima facie o Anscheinsbeweis [37], consistente en deducir la causalidad y la culpa de máximas de experiencia. Viene a ser la versión alemana e italiana de la regla angloamericana del res ipsa loquitur. La conclusión o convencimiento, a diferencia de la prueba de presunciones, no se obtiene aquí de un hecho absolutamente probado, sino de una máxima de experiencia, o un “suceso típico”[38].

 

                        4º) Parecida a las anteriores es también la faute virtuelle, que se limita a deducir la negligencia de la anormalidad del resultado[39]. En nuestro TS esta doctrina ha tenido una especial incidencia. Ya la SSTS 4 noviembre 1992[40], que condenaba al INSALUD por un conjunto de posibles deficiencias, cuando no se sabía a ciencia cierta la causa del daño (si una enfermedad cardiaca previa, una embolia gaseosa o la disminución de aporte de oxígeno durante la intervención), puede considerarse un buen ejemplo. Pero posteriormente ha cobrado un auge especial, deduciendo (presumiendo, podemos decir más correctamente sin temor) la culpa allí donde se ha producido un resultado dañoso desproporcionado con lo que es usual comparativamente. Es el caso de las SSTS 18 febrero 1997[41], 13 diciembre 1997, 19 febrero 1998, 8 septiembre 1998,  9 diciembre 1998 y 12 diciembre 1998[42].

 

            Particular importancia, en este sentido, ha tenido la STS 31 enero 2003, cuyo voto mayoritario decidió casar el fallo absolutorio que la Audiencia Provincial de Bilbao había basado previamente en que “no se ha determinado que (el médico) llevara a cabo una mala, incorrecta o negligente actuación profesional”, casación que se funda, por una parte, en la mencionada doctrina del “resultado desproporcionado, del que se desprende la culpabilidad del autor” y, por otra, en la aplicación de la responsabilidad objetiva que contempla el artículo 28 de la Ley 26/1984, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Como contrapartida, en la sentencia se formula un Voto Particular que sostiene la confirmación de la sentencia de la Audiencia, y la heterodoxia de aplicar tales criterios. El voto mayoritario explica dicha doctrina manifestando que cuando a consecuencia de la actividad médica se produce un resultado extraordinariamente dañoso, unas consecuencias “desproporcionadamente” graves, el facultativo ha de responder, “salvo que pruebe cumplidamente que la causa ha estado fuera de su esfera de actuación”. Y ello se fundamenta, genéricamente, en todos los (muy diferentes de éste) mecanismos paliativos de la carga de la prueba que acabamos de mencionar. Frente a tal argumentación cabe objetar, a mi juicio, lo siguiente:

a) Que no todos esos mecanismos son idénticos, sino que, pese a emparentar ciertamente con la vieja prueba de presunciones, presentan matices muy diversos en el Derecho comparado.

b) Que la que el Tribunal Supremo denomina “doctrina del resultado desproporcionado” puede catalogarse como la versión española de la faute virtuelle francesa, según la cual se deduce la negligencia de la anormalidad del resultado.

c) Que dicha deducción (“presunción”, en definitiva) no resiste un análisis medianamente riguroso, pues como digo más arriba, no hace sino mezclar o confundir culpa con causalidad: se deduce la culpa a partir de la existencia de un nexo de causalidad entre la intervención y su anómalo resultado, o sea, el daño. Y buena prueba de ello la encontramos en las propias palabras del T.S., cuando exige al médico para su exoneración que pruebe que la causa ha estado fuera de su esfera de actuación. Así lo entiende también el Voto Particular, cuando acusa a la posición mayoritaria de la Sala de caer “en un excesivo reduccionismo que minimice el elemento de la culpa embebiéndolo en el nexo causal”.

d) Que tal inversión de la carga de la prueba parece más bien una verdadera presunción de culpa.

e) Que ciertamente, la STS 2 diciembre 1996 (coincidente con la posterior de 29 noviembre 2002) estableció acertadamente que “el deber procesal de probar recae, también, y de manera muy fundamental, sobre los facultativos demandados, que por sus propios conocimientos técnicos en la materia litigiosa y por los medios poderosos a su disposición gozan de una posición procesal mucho más ventajosa que la de la propia víctima, ajena al entorno médico y, por ello, con mucha mayor dificultad a la hora de buscar la prueba, en posesión muchas veces sus elementos de los propios médicos o de los centros hospitalarios a los que, qué duda cabe, aquéllos tienen mucho más fácil acceso por su profesión”. Pero ello en absoluto justifica la aplicación de tal doctrina del “resultado desproporcionado”, sino más bien constituye la esencia de la que he denominado, siguiendo la literatura jurídica comparada, “distribución dinámica de la prueba”, y a la que me refiero inmediatamente.

f) Que como acertadamente explica el Voto Particular, es necesario precisar adecuadamente esa doctrina jurisprudencial del “resultado desproporcionado”, para considerarla “una técnica correctora que exime al paciente de tener que probar el nexo causal y la culpa cuando el daño no se corresponda con las complicaciones posibles y definidas en la intervención enjuiciada. De ahí que, con arreglo a esa misma doctrina, no pueda calificarse de resultado desproporcionado el daño indeseado o insatisfactorio pero encuadrable entre los riesgos típicos de la intervención, esto es, entre las complicaciones que sean posibles aun observando el cirujano toda la diligencia exigible y aplicando la técnica apropiada”.

g) Por último, y en cuanto a la aplicación del artículo 28 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, con independencia de otras consideraciones (entre otras, la antinomia sangrante de los artículos 25 y siguientes de dicha Ley) que exigirían un análisis mucho más detenido que el razonable en este breve comentario, resulta impecable la crítica que ofrece el Voto Particular, cuando establece que “la aplicación simultánea o acumulativa de dicho precepto (el artículo 28 mencionado) y del artículo 1902 del CC es difícil de justificar, porque si la responsabilidad que aquél establece se entiende objetiva o por el resultado y la regulada por éste se funda en la culpa o negligencia, como inequívocamente dispone su texto y constantemente declara la jurisprudencia, esa aplicación acumulada equivale a sostener algo tan contradictorio como que la responsabilidad del médico es al mismo tiempo objetiva y subjetiva”. Lo que, en definitiva, reduce al absurdo el fundamento del fallo casacional apoyado por el voto mayoritario.

 

                        5º) Lo que no hacen ni la doctrina ni la jurisprudencia españolas es encuadrar todos estos fenómenos dentro de la llamada “distribución dinámica de la prueba”, concepto mucho más amplio y omnicomprensivo, que consiste en repartir la carga de la prueba, de manera que se obligue a aportar cada una de las pruebas a aquella parte que se encuentre en mejores condiciones de hacerlo. Algo aparentemente tan sencillo requiere un examen más profundo, que excede al objeto de este trabajo[43]. Baste señalar que dicha doctrina, además de lo que entonces manifesté, encuentra hoy un verdadero apoyo legal positivo en el artículo 217.6 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que vino a incorporar en nuestro ordenamiento el criterio de la “facilidad probatoria”: cada parte en el proceso debe aportar aquellas pruebas que esté en mejores condiciones de obtener.

 

            En nuestra jurisprudencia, y teniendo en cuenta todo lo antedicho, cabe afirmar que la ya mencionada STS 2 diciembre 1996 supone un cambio cualitativo en esta materia, pues (sin decirlo explícitamente)  viene a abrazar la doctrina de la distribución dinámica de la carga de la prueba[44].

 

4.- LA CULPA MÉDICA

            Si la jurisprudencia configura la responsabilidad civil del médico como una responsabilidad inequívocamente basada en la culpa, y a pesar de los paliativos que se establezcan en cuanto a la carga de su prueba, resulta imprescindible plantearse: 1º) qué entendemos por culpa a estos efectos; y 2º) si existe una “culpa médica”diferenciable de la culpa general.

 

            Es bien conocida la dificultad que entraña el concepto de culpa, como elemento de imputación de responsabilidad[45]. Entre otros motivos, porque se trata de una expresión polisémica: se utiliza la “culpa”, indistintamente, como elemento de toda responsabilidad civil, como variante del dolo dentro de la antijuricidad, como supuesto de agravación de responsabilidad en caso de imposibilidad sobrevenida de la prestación, etc. Y aún en el primer caso, sirve para designar, entre otros contenidos semánticos: 1) La infracción de un deber contractual (de custodia, por ejemplo, en el depósito); 2) la vertiente civil de la imprudencia temeraria; 3) la mera impericia profesional; 4) la reprobación social, que a su vez puede dirigirse a la propia conducta, o al resultado dañoso, o sencillamente de carácter genérico; 5) los supuestos de faute virtuelle  ya expuestos, caracterizados por un daño desproporcionado; etc.

 

            Entre las teorías más comúnmente aceptadas en torno a la culpa, unas identifican esta con el "hecho ilícito imputable a su autor" -la imputabilidad como elemento de la culpabilidad-[46]; otras con la violación del derecho de otro[47] o de una obligacion preexistente[48]. Pero cabe  aceptar que en sentido propio propio y específico, culpa es la infracción de un esquema de conducta predispuesto con carácter preceptivo[49], y más concretamente, la infración del deber de diligencia, entendiendo ésta en su doble vertiente, técnica y como utilitas[50]. Sólo puede hablarse de verdadera culpa como violación de deberes de diligencia previamente establecidos (es la llamada duty situation). Así, coincidiendo con la doctrina tradicional, se explica la culpa paralelamente al dolo; si éste requiere el conocimiento de la ilegalidad de un acto, así como la voluntad de realizar el mismo, en la culpa se sustituye el elemento intelectivo por la previsibilidad del resultado  y el elemento volitivo por la omisión de la diligencia debida[51].

 

            De esta forma, se cifra la noción de culpa en la idea de negligencia; pero ésta siempre requiere la presencia de un elemento de comparación, de un modelo de comportamiento o nivel de diligencia preestablecido que, en definitiva, será el que marque dónde comienza la previsibilidad y dónde termina el caso fortuito o la fuerza mayor. Ese "metro o testigo de la conducta del causante del daño" es el que la doctrina anglosajona conoce como standard of care, entendiendo por tal el reasonable man of ordinary prudence[52], equiparable al buen padre de familia de nuestro Código Civil. Precisamente el carácter mutable de este punto de referencia es el que permite ponderar con flexibilidad la existencia de culpa en cada supuesto de pretendida responsabilidad, aunque, por otra parte contribuye, sin duda, a oscurecer el concepto mismo de culpa.

 

            En este sentido, desde los años setenta, la jurisprudencia de nuestro T.S. se inclina por la aplicación de la medida del art. 1.104 del CC, centrada en las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar, lo que nos aleja de la imprecisa órbita del “buen padre de familia”, y en lo que aquí nos interesa, resulta de indudable su utilidad para justificar la necesaria elevación del nivel de diligencia exigible que conlleva toda responsabilidad profesional. Así, como decíamos, uno de los mecanismos empleados por la jurisprudencia para aproximar el modelo culpabilista del CC hacia planteamientos objetivistas, ha consistido precisamente en acentuar el rigor de la diligencia requerida, según las circunstancias del caso, de manera que ha de ser extremada la prudencia precisa para evitar el daño[53]; para calificar como culposa una conducta, no sólo ha de atenderse a la diligencia exigible según las circunstancias de la persona, tiempo y lugar, sino también al sector del tráfico o de la vida social en que la conducta se proyecta, y determinar si el agente obró con el cuidado, atención o perseverancia exigibles, y con la reflexión necesaria para evitar el perjuicio de bienes ajenos jurídicamente protegidos. Se contempla así no sólo el aspecto individual de la conducta humana, sino también su aspecto social[54].

 

            La aplicación de la teoría de la culpa a la responsabilidad civil del médico ha dado lugar a la llamada culpa médica, punto de referencia esencial de numerosas obras sobre la materia, sobre todo en la doctrina francesa[55]. En nuestro país, Ataz ha definido la culpa médica adaptando el art. 1.104 del C. Civil a la actividad sanitaria como la infracción por parte del médico o del cirujano de algún deber propio de su profesión y, más concretamente, del deber de actuar con la diligencia objetivamente exigida.por la naturaleza del acto médico que se ejecuta, según las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar[56].

 

            Esa diligencia viene dada por la denominada lex artis.Lo que permite admitir la existencia de la culpa médica como algo distinto de la culpa común o general. Problema que nada tiene que ver con otro, resuelto hace tiempo en sentido inverso, y que se cuestiona la entidad de la responsabilidad médica específica y diferente de la llamada responsabilidad civil general[57].

 

            En otro orden de ideas, aunque en sentido amplio, toda culpa profesional puede considerarse “impericia” (imperitiae culpa admuneratur), cabe restringir el sentido del término, y utilizarlo como forma especial de la culpa, con sus características propias. En efecto, si la culpa era una cualidad indispensable del acto que da origen a una responsabilidad, parece lógico pensar que en el caso de los profesionales, la impericia, como falta o ausencia de la experiencia o habilidad propias de determinada ciencia, arte o profesión[58], es un claro supuesto de culpa, pero que no agota todas las posibilidades de ésta. Para Cattaneo, la impericia se distingue de otras variantes de la culpa en que la antijuricidad se determina sobre la base de normas técnicas propias de una profesión, arte u oficio, más que de las reglas de conducta derivadas de la experiencia común, es decir, el desconocimiento negligente de la lex artis[59]. Puede hablarse, entonces, de una subespecie de la culpa médica, consistente en la impericia.

 

5.- LA LEX ARTIS Y LOS DEBERES MÉDICOS COMO MEDIDA DE LA DILIGENCIA

            5.1.- Concepto y naturaleza jurídica de los deberes médicos

            Según hemos expuesto ya, en la base de toda responsabilidad médica ha de existir una “culpa médica”, y ésta, como “omisión de la diligencia” del artículo 1104 CC, equivale al incumplimiento o defectuoso cumplimiento de la lex artis, concebida como criterio valorativo de la corrección del concreto acto médico ejecutado por el profesional de la medicina, que tiene en cuenta las especiales características de su autor, de la profesión, de la complejidad y trascendencia vital del acto y, en su caso, de la influencia en otros factores endógenos, para califícar dicho acto de conforme o no con la técnica normal requerida[60].

 

            Así, e independientemente de que partamos de un origen contractual o extracontractual, lo que determinará el alcance y los términos de la responsabilidad, en la base de ésta siempre aparece el incumplimiento de uno de los llamados deberes médicos, que precisamente son los que integran dicha lex artis.

 

            Deberes enunciados casi siempre como de contenido ético de la profesión médica, pero que, precisamente por lo que acabamos de decir, se configuran simultáneamente como auténticos deberes u obligaciones jurídicos. En efecto, los numerosos códigos deontológicos han venido recogiendo de forma más o menos ordenada los deberes médicos a los que nos referiremos a continuación[61].

 

            Deberes que obligan al facultativo con independencia de la existencia de un contrato. Cuando éste se constituye como base de la relación médico-paciente, se convierten en obligaciones contractuales, en contenido natural del contrato. Por este motivo, han sido denominados deberes ex oficio por la doctrina. Y cuando la relación es extracontractual, penetran en la misma a través de la antijuricidad. Así, los deberes éticos del médico, inicialmente éticos, advienen al mundo del Derecho cuando se concreta la relación jurídica médico-enfermo.

 

            5.2.- Bienes esenciales de la personalidad y derechos del paciente[62]

            Hoy día no puede hablarse de deberes médicos sin traer a colación los derechos del paciente que con aquéllos se articulan. Las transformaciones del mundo sanitario en los últimos cincuenta años, superado el llamado “imperialismo médico”, y consagrado teórica y positiva el derecho a la salud han dado lugar a una profunda preocupación social, legislativa y doctrinal por los derechos del paciente. Éste se presenta como acreedor directo de un conjunto de deberes y obligaciones, cuyo deudor es muchas veces el propio Estado, la administración sanitaria y otras instancias, pero otras muchas será el médico. Con ello, la violación de los tradicionales deberes médicos va a suponer, inexorablemente, la vulneración de un derecho del paciente, que existe por su condición de tal, y no como mera consecuéncia de su posición de acreedor en la relación contractual.

 

            Entre las razones que hacen necesaria dicha preocupación por los derechos del paciente, según la Recomendación 779 (1976) de la Asamblea del Consejo de Europa sobre "derechos de los enfermos y los moribundos", pueden señalarse las siguientes:

                        - El perfeccionamiento de los medios médicos que tiende a dar al tratamiento un carácter cada vez más técnico y a veces menos humano.

                        - La situación de los enfermos, que paeden tener dificultades para defender ellos mismos sus intereses frente a las grandes organizaciones hospitalarias.

                        - La necesidad de definir con precisión y de forma adecuada para todos el derecho del enfermo a la dignidad y a la integridad, así como a la información y a cuidados apropiados.

 

            Ello ha tenido especial reflejo en el Convenio Europeo sobre los Derechos del Hombre y la Biomedicina, suscrito el 4 abril 1997, que entró en vigor en España el 1 enero 2000, y comúnmente conocido como Convenio de Oviedo[63].

 

            5.3.- Análisis de los principales deberes médicos

                        5.3.1.- Deberes relacionados con la información

                        La información es un derecho (para el paciente) y un deber (para el médico e instituciones sanitarias) que presente una doble vertiente, que seguidamente estudiaremos por separado:

                        - Por una parte, la información previa al consentimiento y que permite al paciente prestar éste en condiciones de validez de acuerdo con su correcto conocimiento y voluntad. Consentimiento que, por ello, se denomina (cacofónicamente “informado”).

                        - Y por otra, la información que el médico ofrece al paciente como contenido de su propio deber asistencial, que unas veces tiene finalidad terapéutica o  preventiva, y otras sencillamente satisface el derecho de toda persona a conocer su propio estado de salud, padecimientos, pronóstico de los mismos, etc.

 

            Desde la estricta perspectiva de la responsabilidad civil, no está suficientemente resuelto el problema de las consecuencias que conlleva el incumplimiento por parte del médico de estos deberes, en una doble perspectiva. Por una parte, es preciso determinar si procede otorgar una indemnización al paciente por el solo hecho de no haber obtenido adecuadamente su consentimiento informado. Y por otra, establecer cuál ha de ser el alcance o cuantificación de tal indemnización. El tema excede a las pretensiones de este trabajo,  ha sido ya tratado por la doctrina, y a lo que he expresado en otro lugar me remito[64].

 

                        a) El consentimiento informado.

            Ya hemos visto cómo, de manera absolutamente distinta e independiente del consentimiento contractual propiamente dicho, existe un consentimiento no puramente contractual que, junto con el estado de necesidad, constituye la clave de la licitud del tratamiento médico y se utiliza incluso para excluir la punibilidad de determinadas lesiones provocadas como consecuencia de la intervención facultativa. Por eso lo denominé en su día “consentimiento-legitimación”[65]. El alcance jurídico-privado de tal consentimiento es fundamental. Baste recordar que estamos en presencia de la actuación de un derecho de la personalidad, la integridad física, que se manifiesta aquí como una libertad. Se ha dicho que en la actuación médica sin consentimiento del paciente no se comete tanto un atentado contra el "derecho" a decidir sobre su integridad corporal, como un atentado a la 1ibertad de decidir sobre la oportunidad de someterse a un proceso curativo inicialmente beneficioso para la salud del enfermo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que eso que llaman “libertad de decidir” no es más que una de las facultades inherentes al derecho a la integridad física o, si se prefiere así, un reflejo de la "esencialidad" de que goza dicho bien. Otra cuestión es que estrictamente hablando, omitamos la expresión  “consentimiento” para distinguirlo del elemento del contrato, y consideremos que se trata de una “adhesión al acto médico, una conformidad obtenida por el médico antes de proceder”. Pero la expresión ya comúnmente utilizada desde hace una década es la de consentimiento informado.Informado porque si quien lo emite carece de la información elemental sobre aquello que consiente, su validez y eficacia es nula: Habla la doctrina inglesa de un "consentimiento aparente" e inefectivo cuando la persona que lo emite está insuficientemente informada acerca del tratamiento a seguir[66].

 

            La necesidad de consentimiento del paciente puede considerarse en cierto modo gradual, en proporción con la finalidad que pretenda la actividad médica. En este sentido, suele distinguir la doctrina según la actividad sanitaria de que se trate  se dirija o no a mejorar la salud, que exista o no finalidad curativa. La exigencia de consentimiento será tanto más rígida cuanto más nos alejemos de tal finalidad puramente curativa, llegando a ser inexcusable cuando dicho objetivo desaparece.

 

            La necesidad de consentimiento, que ya venía recogida en los arts. 21 y 23 del Código de Deontología Medica español, fue consagrada para toda actividad médica que se realice en el seno de servicios e instituciones públicas, por el art. 10.6 de la Ley General de Sanidad, que declaró el derecho del paciente a la libre elección entre las opciones que le presente el responsable médico de su caso, siendo preciso el previo consentimiento escrito del usuario para la realización de cualquier intervención, excepto en los siguientes casos:

                        1) Cuando la no intervención suponga un riesgo para la salud pública.

                        2) Cuando no esté capacidado para tomar decisiones...

                        3) Cuando la urgencia no permita demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento.

 

            Con este precepto ya se desvanecieron las dudas que habían existido acerca de otras normas anteriores (así, el art. 13.c del Decreto de 25 de agosto de 1978 sobre garantías de los usuarios de hospitales públicos), y quedó claro un corolario fundamental: todo acto médico debe ser consentido por el paciente.

 

            Tras numerosas normas de carácter autonómico, se promulga la Ley 42/2002 de  14 noviembre, Básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica[67], fruto legislativo interno del Convenio Europeo sobre los Derechos del Hombre y la Biomedicina, suscrito el 4 abril 1997, que entró en vigor en España el 1 enero 2000, y comúnmente conocido como Convenio de Oviedo. Dicha Ley se ocupa, entre otras cuestiones paralelas, de los problemas de titularidad, contenido, forma, alcance del derecho que nos ocupa.

 

                        b) El deber de información

            La validez de dicho consentimiento exige que el mismo se preste exento de vicios. Y el error cobra especial relevancia en este punto, y nos conduce directamente al "deber de información" que corresponde al médico y que puede dar lugar incluso a otros vicios del consentimiento. El problema deriva de la ausencia de conocimientos médicos del paciente, su carácter profano respecto al carácter experto del médico, y que puede invalidar totalmente el consentimiento otorgado por una persona ignorante del alcance de esa manifestación de voluntad. ¿Cómo va a consentir alguien que se realicen determinadas operaciones con su cuerpo, sin conocer los efectos que sobre éste va a tener?, o ¿cómo va a negarse a que las mismas se efectúen, sin saber las consecuencias que, de no actuar, tendrá su enfermedad? Es indudable que el desconocimiento por parte del paciente de las circunstancias que rodean su enfermedad, las posibilidades de éxito del tratamiento o intervención a los que va a someterse, así como de los riesgos que éstos entrañan, da lugar a un consentimiento viciado, cuando menos, de error, que además sería esencial por afectar a puntos o requisitos esenciales del negocio jurídico, por ejemplo, al objeto del contrato, que es el bien jurídico protegible -salud o curación del enfermo- o a la sustancia del mismo ex art. 1.266 del C. Civil, que equivale "a la ignorancia o falso conocimiento de las condiciones que principalmente" llevan al enfermo a someterse a tratamiento o intervención.

 

            Esto legitimaría al paciente para impugnar ese consentimiento y, por tanto, el contrato de prestación de servicios médicos. Pero además existe una infracción del deber de información que pesa sobre el médico y, por tanto, una culpa médica, que perfectamente pudiera encuadrarse dentro de la doctrina de la culpa in contrahendo, para dar lugar a una responsabilidad precontractual del médico[68]. Efectivamente, el deber que pesa sobre el médico de informar al paciente acerca de las características del tratamiento o intervención, las posibilidades de curación y los riesgos que entraña, se produce en un momento previo a la emisión del consentimiento, forma parte de los "tratos, negociaciones o conversaciones preliminares" al contrato. Si en ese momento es cuando se debe informar, ahí es precisamente cuando puede incumplirse tal obligación, y cuando, por tanto, aparece una responsabilidad precontractual del médico, que es generalmente adrnitida por nuestra doctrina. y que da lugar a una obligación de resarcimiento cuando, entre otros supuestos, una de las partes consiente anomalías de los que después serán elementos negociales. En nuestro caso se provoca, cuando menos, un vicio de error en el consentimiento del paciente[69]. Y tal deber de información sí es, sin duda, una obligación de resultado; no basta “desplegar los medios” para dar la información al paciente, sino que hay que cerciorarse que la misma alcanza su objetivo.

 

            Lo que ya no está tan claro es el alcance de tal información. Desde luego, no se trata de que el enfermo deba soportar un verdadero curso de Medicina que, por otra parte, sería inútil por mucha que fuera la capacitación vulgarizadora del galeno; más bien se trata de conseguir de forma racional el objetivo que se pretende con la imposición de tal deber al médico, es decir, que el paciente comprenda ciertamente cuáles serán las consecuencias de su manifestación de voluntad. La jurisprudencia francesa ha dicho al respecto que basta una "información simple, aproximativa, inteligible y leal" . Así, cada caso diferirá de los demás, debiendo medirse el alcance de tal información en función de dos vectores: cuanto más graves sean los riesgos de la intervención o el tratamiento propuesto y menos imperiosamente necesarios sean éstos, más lejos irá y con mayor rigor se exigirá la información por parte del médico.

 

            Esta idea de una gradación en el nivel de exigencia de información ha sido desarrollada precisando aún más los factores que inciden en dicho nivel o alcance del deber de información[70], que ponen el acento más en el receptor de la información que en el ámbito del emisor :

                        1) Capacidad del paciente para comprender y alcanzar una decisión a partir de las consecuencias de la información.

                        2) Deseos de información del paciente.

                        3) Necesidad del tratamiento.

                        4) Nivel de riesgo que entrañe el tratamiento, ya que si el riesgo es grave, el deber de información pesará mucho más.

                        5) Probables efectos de la información sobre el paciente, problema del que nos ocupamos más adelante.

 

            No son pocos los problemas que plantea este deber de información; precisamente, el primero de ellos alude a la dificultad de que el paciente, desde su ignorancia técnico-científica, comprenda las explicaciones del médico. Sin embargo, ésa es la razón por la cual se requiere tal claridad en los términos por parte de este último, sin olvidar que es, en último extremo, la aludida ignorancia la que hace necesaria dicha obligación de informar. Todos los seres humanos, por ignorantes que sean, pueden entender bien cuándo el médico traduce a un lenguaje inteligible ideas tan elementales como que quedará reducida su capacidad de movimiento, o su visión se puede reducir en un 50%; o el tumor puede reproducirse a los dos o diez años, etc. Si se desea de verdad, el médico siempre puede informar de modo inteligible al común de los mortales.

 

            Otro problema viene dado por lo comprometido que puede llegar a ser el comunicar al enfermo un pronóstico grave: en primer lugar para el médico, que se ve inmerso en una situación desagradable; pero también para el paciente puede resultar un tanto cruel en determinados casos el conocimiento de su es tado de gravedad. Y no sólo cruel, sino que puede entrañar el riesgo de traumatizar al enfermo con una revelación inoportuna y susceptible de agravar el mal presente, e incluso de inquietarle inútilmente con el peligro de que rechace una intervención indispensable para su sanación. Evidentemente, en estos últimos casos, y de acuerdo con la moderación a que hacíamos referencia anteriormente, el deber de información encuentra un límite, y así se ha manifestado abiertamente la doctrina y jurisprudencia francesa. Mientras en los países anglosajones los médicos manifiestan con toda normalidad al paciente la gravedad de su enfermedad , en los países latinos parece que se tiende a velar o casi no comunicar esas enfermedades graves para la salud. Cabe señalar que se trata de una cuestión eminentemente deontológica si el médico debe o no revelar al paciente tal circunstancia, y así, el art. 25 del Código de Dentología Médica se ocupa del tema, con extremadas cautelas: "En principio, deberá revelarse al paciente el diagnóstico; no obstante puede ser legítimo no comunicar al enfermo un pronóstico grave o fatal. - En cualquier caso el médico actuará en esta materia con gran delicadeza, circunspección y sentido de la responsabilidad...”. Por lo demás, la decisión no debe pertenecer al médico, sino al paciente, que es quien declarará si desea o no conocer el pronóstico de su enfermedad, puesto que puede hablarse de un "derecho del paciente a conocer su propio es- tado” , como se desprende de las normas que mencionamos a continuación.

           

            En cualquier caso, el estado del enfermo puede aconsejar que se le oculten algunos extremos de su afección o incluso que reste importancia a su gravedad, por los efectos psicológicos que implicaría el revelarle la verdad crudamente, en aras de su posible curación. Tal simulación es legítima siempre y cuando se respeten los criterios mínimos para poder hablar de un consentimiento libre de vicios, a la hora de intervenir al paciente o aplicarle un determinado tratamiento. Al enfermo debe dársele la verdad que pueda serle útil, y si el médico estima que una franqueza absoluta sería nefasta, puede callar si su conciencia profesional se lo impone. En estos casos, sin embargo, debe informarse plenamente a los familiares del paciente. En términos similares, la Ley 41/2002 contempla la vertiente negativa del derecho a la información, cuando el paciente manifiesta previamente y por escrito su voluntad de no ser informado, lo que en ningún caso exime de la obtención del consentimiento.

           

            Por último, hay que reconocer que el deber de información o comunicación tiene dos vertientes: La primera vendría dada por la obligación de explicar o aclarar al paciente los extremos más importantes de su enfermedad , así como la conducta que debe seguir, precauciones que debe tomar, etc.; de otro lado, existe un deber de advertir al enfermo del riesgo que entraña el tratamiento u operaciones a seguir, de forma que el paciente nunca desconozca la naturaleza de este tratamiento, las consecuencias o efectos secundarios que pueda tener, o las posibles secuelas de una operación.

 

            Ambas vertientes vienen recogidas en el art. 25 del Código de Deontología Médica, aprobado por el Consejo General de los Colegios Oficiales de Médicos en 1979, y cuyas normas no tienen la consideración de ley por no haberse promulgado oficialmente, a pesar de que el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social las declarase "de utilidad profesional y pública" el 23 de abril de 1979 en un escrito dirigido al señor presidente del mencionado Consejo. No obstante podrían adquirir la condición de normas jurídicas por la vía de la costumbre, en los términos del art. 1 del C. Civil y lo que es más importante, como auténticos principios generales del Derecho en materia sanitaria. Por otra parte, el deber de información se encuentra en el apartado h) del art. 13 del Decreto de 25 de agosto de 1978, sobre garantías de los usuarios de los hospitales, según el cual, el enfermo tiene derecho a recibir información completa en términos usuales y comprensibles sobre la situación de su estado clínico, bien sea en forma verbal o por escrito. Y en términos similares se expresaba el art. 10.5 de la Ley General de Sanidad: todos tienen derecho a que se le dé "en términos comprensibles, a él y a sus familiares o allegados, información completa y continuada, verbal y escrita, sobre su proceso, incluyendo diagnóstico, pronóstico y alternativas de tratamiento”. El tratamiento, mucho más preciso, que ha merecido la cuestión en la Ley 41/2002, excede también al objetivo de este trabajo.

 

                        c) El secreto profesional médico.

            Dentro de este grupo de deberes relacionados con la información, y con carácter negativo, ha de recogerse el secreto profesional médico. Con abstracción de otras implicaciones penales, que no nos competen, dicho secreto se encuentra recogido en una disposición del mayor rango legislativo, cual es la Ley Orgánica de Protección Civil del Honor, la Intimidad y la Propia Imagen, de 5 mayo 1982. Dicha ley, tras considerar el derecho a la intimidad, que es el protegido por el secreto, como "irrenunciable, inalienable e imprescriptible" en su art. 1.3, establece en el art. 7.4 que tendrá la consideración de intromisión ilegítima 1a revelación de datos privados de una persona o familia conocidos a través de la actividad profesional y oficial de quien los revela. En consecuencia, dicho secreto se defiende a través de los mecanismos de protección del perjudicado que establece la citada Ley de 1982, que no son otros que la reparación del daño causado (art. 9.2), con presunción de perjuicio cuando se acredite la intromisión ilegítima (art. 9.3), con extensión de la indemnización al daño moral[71]. Por lo demás, también la Ley General de Sanidad contemp1a tal deber, aunque lo hace desde la perspectiva del derecho del paciente en su art. 10.3, cuando establece que todos tienen derecho "a la confidencialidad de toda la información relacionada con su proceso y con su estancia en instituciones sanitarias públicas y privadas que colaboren con el sistema público".

 

                        5.3.2.- Deberes relacionados con la competencia profesional

            Existe, por otra parte, un deber de competencia, actualización de conocimientos o capacidad profesional[72]. Si competencia es la disposición o suficiencia para el ejercicio de la Medicina, por incompetencia deberemos entender falta de idoneidad para dicho ejercicio. Según esto, la citada cualidad no ha de referirse exclusivamente al nivel de conocimientos, sino que habrán de tenerse en cuenta otros factores que puedan influir sobre ese grado de idoneidad. Así, entre las modalidades de incompetencia cabe incluir la incapacidad física, la incapacidad emocional, la ignorancia y la deshonestidad, así como la falta o mal estado de los medios técnicos necesarios y habituales en el ejericio de la actividad  médica.

 

            Pero veamos los aspectos más conflictivos de lo que tradicionalmente se entiende por competencia médica, es decir, el adecuado nivel de conocimientos para el ejercicio de la profesión. Si partimos de la necesidad de estar en posesión de un título académico para poder ejercer la Medicina, ya estamos presuponiendo la existencia de un cierto nivel de conocimientos que dicho título comporta o debe comportar[73].

 

            En cuanto al problema de la actualización de los conocimientos, es aquí donde más énfasis pone el Código de Deontología Médica, quizás por tradición, ya que el propio Hipócrates aludía a tal deber médico[74]. No obstante, y dada la complejidad creciente de la ciencia médica, no se puede exigir un conocimiento absoluto y general a cualquier médico, en razón de la corriente de especialización que sufre la Medicina.

           

            El fundamento legal de tal deber se puede encontrar incluso en el Código Penal, que contempla un tipo específico de impericia profesional. Es abundante la jurisprudencia española acerca de la imprudencia profesional médica, la distinción entre imprudencia temeraria, imprudencia simple, y la equiparación entre impericia e imprudencia, y otros temas que exeden al ámbito de este trabajo.

 

            Respecto al deber de capacidad técnica, se hace alusión a un “deber de habilidad” por parte del médico,  de muy dudosa exigibilidad, por la dificultad que presenta su apreciación, y que en todo caso debería circunscribirse exclusivamente al campo de la cirugía; es evidente que desde el punto de vista jurídico no resulta posible valorar el grado de "habilidad" de ningún profesional, y menos del médico. Será, sin embargo, la falta de habilidad manifiesta y contraria a la lex artis, la que constituya una modalidad particular de culpa médica.

 

                        5.3.3.- Deberes de asistencia.

            Existe, de otro lado, un conjunto de deberes médicos que se pueden agrupar en torno a la obligación de asistencia que pesa sobre el médico frente al paciente. Independientemente de cuál sea la naturaleza de la relación médico-paciente, lo que resulta indudable es que, una vez entablada la misma, el facultativo ha de emplear los medios intelectuales y técnicos a su alcance para lograr la curación del paciente, sin que puedan eximirle de este deber condicionamientos ideológicos o el hecho de que la enfermedad en cuestión sea contagiosa, ya que el riesgo de contagio, dentro de límites racionales, es asumido por el médico desde que comienza el ejercicio de su carrera, precisamente como un riesgo profesional. Por asistencia debemos entender, en consecuencia, todas aquellas tareas encaminadas al logro de ese objetivo que representa la curación del enfermo, y que incluyen el diagnóstico, el pronóstico, las recetas, el tratamiento, etc.

 

            ¿Puede negarse el médico a atender un paciente? Hay que partir de la diferenciación entre aquellos supuestos en que la intervención del médico es obligatoria y aquellos en que es voluntaria:

                        - En circunstancias normales, no urgentes, y no existiendo ninguna relación previa entre médico y paciente, debemos admitir que dicha posibilidad existe para el médico.

                        - De todas formas, existen supuestos "excepcionales" suficientemente abundantes para hacer casi impracticable esta facultad de rechazar un paciente por parte del médico. En efecto, la mayor parte de los médicos se encuentran hoy día vinculados a servicios públicos o privados -Seguridad Social, sociedades sanitarias, seguros de enfermedad, ete.- en virtud de los cuales tienen obligación de atender a todos aquellos sujetos con derecho a gozar de esos servicios.

                        - Cuestión completamente distinta es la presentada por los casos de urgencia, en los cuales, a falta de una relación contractual, existe un auténtico deber de asistencia, impuesto no sólo por normas deontológicas, sino también por el Código Penal, (omisión del deber de socorro)[75]

                        - Una vez entablada la relación médico-paciente, nace un nuevo deber para el primero, subsumible en el grupo relativo a la asistencia: el de continuidad de la misma[76]. Comenzado ya el tratamiento, existe una obligación de continuar con el mismo. Es evidente que cuando la intervención se produce en situaciones de urgencia, o como consecuencia del deber de socorro, al cesar esta situación de emergencia, cesa todo deber para con el mismo, puesto que se ha puesto fin al deber de socorro urgente o a la obligación perentoria de prestar asistencia sanitaria.

                        - Otra cuestión es que de esa primera intervención nazca una relación contractual de servicios médicos. Pero esta hipótesis ya no difiere de cualquier otra en la que se concluya un contrato entre un médico y un paciente. En tal supuesto, ambos consienten libremente, y abandonar al paciente sin más constituye sencillamente un desistimiento unilateral del contrato por parte del médico con los consiguientes perjuicios para el enfermo, entre los que no deben olvidarse los de carácter moral o psicológico, tan decisivos, al parecer, en la curación de determinadas enfermedades.

                        - De todas formas, el médico no queda atado eterna e incondicionalmente por dicha relación existiendo determinadas circunstancias en las que cesa la obligación de asistencia: aparte de supuestos evidentes, como el mutuo disenso o la total curación del enfermo, no cabe hablar de abandono en los casos de fuerza mayor, o cuando el médico notifica su decisión de interrumpir la relación y bien se hace reemplazar por otro o bien informa al paciente de los peligros que corre si no busca quien le sustituya. En cuanto a la fuerza mayor -supuestos, por ejemplo, de enfermedad del médico, o encontrarse éste atendiendo una urgencia cuando se reclama su asistencia - no parece existir problema . De todas formas, cabe señalar la necesidad de que los centros hospitalarios tengan previstos estos casos mediante un sistema de suplencias, en evitación de perjuicios al paciente, puesto que precisamente ésta es una de las ventajas de tales organizaciones.

 

                        5.3.4.- Deber de certificación.

            Existe un conjunto de situaciones en las que el médico está obligado a emitir documentos acreditativos de la realidad de ciertas situaciones. Es lo que se conoce como deber de certificación, que tiene como contrapartida el derecho del paciente, consagrado en la Ley General de Sanidad, a que "se le extienda certificado acreditativo de su estado de salud, cuando su exigencia se establezca por una disposición legal o reglamentaria" (art. 10.8). A efectos de responsabilidad, son fundamentalmente los penalistas quienes se han preocupado de este deber de certificación, puesto que su incumplimiento, en general, puede dar lugar a falsedades de una u otra índole.

 



[1] Llamas Pombo, E., Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba, en Perfiles de la responsabilidad civil en el nuevo milenio, coord. J.A.Moreno, Dikinson, Madrid, 2000, págs. 299 y ss.

[2] Inmediatamente antes de la “eclosión jurisprudencial” -permítase la expresión-  de la responsabilidad médica, en la doctrina ya se habían entrevisto tales problemas, y se habían venido apuntando algunas posibles soluciones a los mismos.

                Así, por referirnos sólo a la bibliografía española, toda la tercera parte de mi Responsabilidad civil del médico. Aspectos tradicionales y modernos, Trivium, Madrid, 1988, págs. 248 a 430, se dedicaba al examen de tales cuestiones. En sentido similar, y por aquellos años, Fernandez Hierro, Responsabilidad civil médico-sanitaria, Aranzadi, Pamplona, 1983; Santos Briz, “La responsabilidad civil de los médicos en el derecho español”, RDP, Julio-Agosto 1984;  Jordano Fraga, “Aspectos problemáticos de la responsabilidad contractual del médico”, en R.G.L.J., 1985, nº1; Ataz Lopez, Los médicos y la responsabilidad civil, Montecorvo, Madrid, 1985; Fernández Costales, Responsabilidad civil médica y hospitalaria, La Ley, Madrid, 1987; Yzquierdo Tolsada, La responsabilidad civil del profesional liberal, Reus, Madrid, 1989.

                A dichos trabajos, todos ellos publicados en la década de los ochenta, vinieron a sumarse después los de Gonzalez Moran, La responsabilidad civil del médico, Bosch, Barcelona, 1990; Carrasco Gómez, Responsabilidad médica y psiquiatría, Colex, Madrid, 1990; De Angel Yagüez, “La responsabilidad civil de los profesionales y de las administraciones sanitarias”, Actas del II Congreso Derecho y Salud, Consejería de Salud de la Junta de Andalucía, 1994; idem, “La responsabilidad civil del acto médico”, en II Congreso de Valoración del Daño Corporal, Bilbao, 1993; Muñoz Machado, “Responsabilidad de los médicos y responsabilidad de la administración sanitaria (algunas reflexiones de las funciones actuales de la responsabilidad civil)”, en Responsabilidad del personal sanitario, Actas del Seminario Conjunto sobre Responsabilidad del Personal Sanitario, CGPJ-Ministerio Santidad, Madrid, 1995; Responsabilidad civil por actos médicos. Problemas de prueba, Cívitas, Madrid, 1999; Díaz-Regañon García-Alcalá, El régimen de la prueba en la responsabilidad civil médica. Hechos y Derecho, Aranzadi, Pamplona, 1996, así como un sinfín de artículos y comentarios jurisprudenciales, cuya cita sería aquí interminable. Y ello siempre circunscribiéndonos a la doctrina española; en Francia e Italia, donde la literatura en materia de responsabilidad médica había irrumpido unos cinco o diez años antes, la década que ahora termina ha servido para consolidar algunos principios que hoy ya no ofrecen discusión.

[3] A decir  verdad, esto no es nuevo. Basta comparar, para comprobarlo, el texto de Platón según el cual “un médico debe estar libre de todo castigo, ya que alguien es curado por el médico, pero muere por sí mismo”, con el Código de Hammurabi (2394 aC), que aplicando la Ley del Talión, ordenaba cortar las manos o dar muerte al médico que incurriera en error. Vid. Llamas Pombo, La responsabilidad..., cit., págs. 6 y 8.

[4] De Angel Yagüez, Tratado de responsabilidad civil, Cívitas-U.D., Madrid, 1993, págs. 56 y 128 y ss. En dicho lugar, y concretamente a lo largo de la nota 21, el prestigioso profesor contempla un buen resumen de la bibliografía española a propósito del fenómeno al que nos referimos.

[5] Díez-Picazo, Estudios sobre la jurisprudencia civil, v.I, Madrid, 1973, págs. 27-28 y 693-708.

[6] Rogel Vide, La responsabilidad civil extracontractual en el Derecho español, Madrid, 1976, págs. 92-110. Entre dichos “expedientes”, contempla los siguientes: 1) Mayor rigor en la aplicación e interpretación del artículo 1104 del Código civil; 2) insuficiencia del cumplimiento de las disposiciones reglamentarias; 3) principio de expansión en la apreciación de la prueba en beneficio del más débil; y 4) presunción iuris tantum de la culpa del agente.

[7] Lambert-Faivre, Y., “L’évolution de la responsabilité civil d’une dette de responsabilité à une créance d’indemnisation”, en Revue trimestrielle de Droit Civil, 1987, págs. 1 y ss. Existe una buena traducción castellana de dicho trabajo, a cargo de Eliana A. Núñez, en Alterini-Lopez Cabana, Derecho de daños, La Ley, Buenos Aires, 1992. En Italia, recoge una buena síntesis del fenómeno al que nos referimos Violante, A., Responsabilità oggettiva e causalità flessibile, Ed. Scient. It., Nápoles, 1999, especialmente todo su capítulo I.

[8] En realidad, ese principio no es sino la concreta aplicación al dominio de la responsabilidad civil de otro más amplio, que erige a la defensa del débil (en sentido jurídico) en la preocupación esencial del Derecho moderno, por decirlo en palabras de Josserand, en su conocido trabajo sobre “la protección de los débiles por el Derecho”. En relación con el llamado principio favor debilis en el Derecho moderno, y como evolución natural del viejo favor debitoris, cabe citar los trabajos de Alterini-Lopez Cabana, “La debilidad jurídica en la contratación contemporánea”, en Derecho de Daños, cit., págs. 84 y ss.; Lorenzetti, Las normas fundamentales del Derecho privado, Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 1995, págs. 98 y ss. Y acerca del mencionado principio pro damnato, por todos, puede verse Díez Picazo, op. cit., pág. 276; Cavanillas Mugica, La transformación de la responsabilidad civil en la jurisprudencia, Aranzadi, Pamplona, 1987, pág. 66; Alterini, A.A., “La presunción legal de culpa como regla del favor victimae”, en Responsabilidad por daños, Libro Homenaje a Jorge Bustamante Alsina, t. I, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990; Lorenzetti, R. Responsabilidad civil de los médicos, t.II, Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 1997, págs. 209 y ss.

[9] Diez-Picazo, “La responsabilidad civil hoy”, en A.D.C., 1979, pág. 732.

[10] Por todos, puede verse Cavanillas Múgica, La transformación de la responsabilidad civil..., cit., págs. 37 y ss.; y  De Angel Yagüez, R., Tratado..., cit., págs. 127 y ss. Enumero en el texto muy someramente estos fenómenos, que son hoy sobradamente conocidos, y que analizaba con mayor detenimiento en mi trabajo Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba, cit.

[11] Con mucha razón se ha dicho que, en realidad, no se trata de una verdadera presunción sino más bien de un mecanismo de imputación legal, que atribuye la obligación de reparar el daño a aquel que lo ha causado, salvo que por el mismo se demuestre haber actuado diligentemente. Vid. Alterini, A.A., “La presunción legal...”, cit., págs. 195 y ss.

[12] Con independencia de que ya había alguna Sentencia precursora, como la de 26 febrero 1935, como ha puesto de relieve De  Angel Yagüez, loc. ult.cit.

[13] Seguimos nuevamente a De Angel Yagüez, loc. cit.

[14] En palabras de la STS 7 febrero 1990: “en concreta relación con los profesionales sanitarios, queda descartada en su actuación profesional toda idea de responsabilidad más o menos objetiva, para situarnos en el concepto clásico de culpa en sentido subjetivo, como omisión a la diligencia exigible en cada caso”. La STS 11 marzo 1991 reconoce que esa objetivación es “admitida por esta Sala en daños de otro origen”, aunque rechaza la misma en la actividad médica.

[15] Las SSTS 16 octubre 1989 y 24 mayo 1990 (comentada agudamente por Cabanillas Sánchez, “La responsabilidad por infracción de los deberes profesionales o de lex artis y la carga de la prueba”, en A.D.C., 1991) entre otras muchas, afirman que “en los supuestos de responsabilidad por infracción de deberes profesionales o de la lex artis, no es de general aplicación la inversión de la carga de la prueba. Y la mencionada de 11 marzo 1991 afirma que “está a cargo del paciente la prueba de la relación de causalidad y de la culpa, ya que a la relación material o física ha de sumarse el reproche culpabilístico”.  Criterio que sigue manteniendo años después en STS 16 diciembre 1997[15], precisando que “...el mecanismo de prueba de responsabilidad será al acorde con lo antes dicho a propósito de la (responsabilidad) contractual: el actor o paciente habrá de acreditar, no sólo el daño sino la autoría y relación de causalidad y hasta la infracción de los deberes profesionales o lex artis ad hoc”.

[16] SSTS 20 febrero y 4 noviembre 1992, entre otras que mencionamos a continuación.

[17] En palabras de Gitrama González, "el médico tiene la auctoritas que significaba garantía de ser veraz y estar en lo cierto), autoridad moral, de puro prestigio. De ahí lo persuasivo de su posición, de consumo autoritaria y balsámica, apta para lograr de su paciente un insight psicoterapéutico, una comprensión definitiva de su situación y de sus posibilidades de cura” (“En la convergencia de dos humanismos: Medicina y  Derecho”, A.D. C., 1977, pág. 27).

[18] Una vez más, remito a mi Responsabilidad civil del médico, cit., págs. 115 a 141.

[19] Así, desde las SSTS 19 mayo 1934,7 noviembre 1940, 4 febrero 1950 y 17 abril 1952, aunque la que más claramente establece la existencia de contrato es la STS 18 enero 1941. Por otra parte, lo que sí había afirmado nuestro T.S. reiteradamente es la existencia de sinalagma, es decir, dada la prestación de servicios por el médico, se admite automáticamente la obligación de pagar los honorarios por el paciente.

[20] En cuanto a la naturaleza contractual o extracontractual de la relación médica en ausencia de honorarios, JORDANO FRAGA, "Aspectos problemáticos de la responsabilidad...", cit., págs. 32 y 33.

[21] Vid. Llamas Pombo, E., La responsabilidad civil..., cit., págs. 205 a 209.

[22] Ni aun ha existido propiamente "etapa precontractual", pues todo iter ad contractum requiere discusión, propósito más o menos remoto de llegar a establecer un vincullum iuris, determinadas negociaciones preliminares, intercambio de puntos de vista, etc. No estamos, pues, en una "relación de contacto social", como dice la doctrina alemana, ni una situación de lealtad y buena fe, típica de la relación precontractual.

[23] En efecto, fuimos mayoría quienes en aquella década nos hicimos eco de las hoy  bien conocidas obras de Benhoft, Osti, Demogue, Mengoni, Frossard, etc., a propósito de la distinción entre obligaciones de medios y de resultado, y su indudable utilidad a la hora de enjuiciar con rigor jurídico la actividad médica. Distinción que pronto fue objeto de juiciosos trabajos monográficos en nuestra doctrina (bueno es recordar los de Jordano Fraga, “Aspectos problemáticos de la responsabilidad contractual del médico”, en R.G.L.J., 1991-1; Lobato Gómez, “Contribución al estudio de la distinción entre las obligaciones de medios y las obligaciones de resultado”, en A.D.C., 1992; y Cabanillas Sánchez, Las obligaciones de actividad y de resultado, Bosch, Barcelona, 1993).  Y también entonces fue generalizada la opinión de que “en las obligaciones de resultado, el incumplimiento conlleva la presunción de culpa debitoris, mientras que en las de medios, el acreedor ha de probar la negligencia del deudor”, por expresarlo con la indiscutida claridad del Prof. Lacruz Berdejo (Elementos de Derecho Civil III, pág. 238). Por ello, señalé en la pág. 425 de mi Responsabilidad civil del médico, cit., que “...cuando de obligaciones de resultado se trate, la prueba del incumplimiento de las mismas es suficiente, puesto que el resultado no se ha producido, lo que ya comporta un daño, una culpa y una relación de causalidad. Mientras tanto, en las obligaciones de medios, es a través de la prueba de estos dos extremos como se llega a la del incumplimiento”. Afirmación que se completa en las páginas 70 a 86, 229 y 230 del mismo libro, donde con mayor detenimiento, profusión de citas y (espero, si cabe) mayor claridad, se trataba la cuestión. A ellas me remito, por tanto.

                Es bien sabido que tal posición ha sido objeto (años después) de una importante revisión crítica por copiosa doctrina, desde Princigalli  en Italia hasta Bueres o Lorenzetti en Argentina. Y seguramente, me parece, hoy, con razón. De ello me he ocupado recientemente en la monografía sobre Cumplimiento por equivalente y resarcimiento del daño al acreedor. De la aestimatio rei al id quod interest, Trivium, Madrid, 1999.

[24] No pensaba lo mismo Petrarca hace 647 años, cuando en  carta al Papa Clemente VI afirmaba que “los médicos se instruyen con nuestros riesgos y peligros y experimentan con nuestra muerte”.

[25] Concretamente, la STS 4 noviembre 1992, que comenté en  “Responsabilidad civil médica. Responsabilidad del INSALUD por un conjunto de posibles deficiencias asistenciales", en C. C. J.C., nº 30, 1992.

[26] Por eso, abiertamente reconoce la mencionada STS 16 diciembre 1987, que cuando la causa o causas generatrices del daño se encuentran en un complejo establecimiento asistencial (cuando no varios), donde existe una importante interrelación de actividades, resulta especialmente difícil acreditar cuál fue la posible acción u omisión culposa que produjo el daño, e incluso a quién se debió la misma.

[27] Tan evidente contravención del principio pro damnato no escapa a los ojos del propio TS, cuando en Sentencia de 12 diciembre 1998,  ponderaba “lo difícil que es... para los litigantes el precisar las actuaciones médicas... que, por negligentes o defectuosas, atentan y dañan la salud de las personas, así como aportar las pruebas corroboradoras necesarias, ante la pasividad unas veces y otras la falta de colaboración y hasta la oposición sostenida y conciliada de médicos, sanitarios y centros asistenciales”.

[28] Son los “paliativos de la dificultad probatoria que pesa sobre el enfermo demandante o sus herederos”, como en su día los denominó Cabanillas Sánchez, en “La responsabilidad por infracción de los deberes profesionales...”, cit., pág. 910. O las “sugerencias o propuestas encaminadas a paliar la nada fácil situación procesal en que el demandante se encuentra cuando reclama al médico”, según palabras de De Angel Yagüez, Responsabilidad civil por actos médicos..., cit., pág. 69 a 71. Por su parte, también Díaz-Regañón (op. cit., págs. 173 y ss.) ha analizado con detalle estos instrumentos.

[29] Me refiero a mi trabajo ya citado Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba.

[30] Aunque el adagio res ipsa loquitur es muy antiguo (es Ciceron quien proclama que, en ocasiones, no hace falta que hable el hombre, porque las cosas “gritan o hablan por sí mismas”), y su aplicación jurídica relativamente vieja, lo cierto es que en la última década se ha producido una abundantísima bibliografía sobre el tema, y muy especialmente a propósito de la responsabilidad médica. A título indicativo, cabe mencionar King, J., The law of medical malpractice, West Publishing Co., St.Paul, Minnesota, 1977, passim; Rogers-Winfield-Jolowicz, On Tort, Sweet & Maxwell, Londres, 1989, págs. 125 y ss; Markesinis-Deakin, Tort law, Oxford Univ. Press, Oxford, 1994, págs. 160 y ss.; Prosser-Keeton,  On the law of torts, Saint Paul, Minnesota, 1984; Fineschi, “Res ipsa loquitur: un principio in divenire nella definizione della responsabilità medica”, en Riv. It. Med. Leg., 1989, I;  Carbonnier, J., Sociologie juridique, Pres.Univ.France, París, 1994, pág. 286;  Heas, F., “La maxime res ipsa loquitur: à propos d’une application censurée en matière de responsabilité médicale”, en Petites Affiches, nº 131, Julio 1999, págs. 8 y ss.; y en España, Yzquierdo Tolsada, op. cit., pág. 307; Rico Pérez, La responsabilidad civil del farmacéutico, Trivium, Madrid, 1984, pág. 72; Parra Lucan, op.cit., págs. 378 y ss.; Cabanillas Sánchez, Las obligaciones de actividad y de resultado, Bosch, Barcelona, 1993, pág. 166; idem, “La responsabilidad por infracción de los deberes profesonales o de lex artis y la carga de la prueba (comentario a la STS 24 mayo 1990)”, en A.D.C., 1991; Díaz-Regañon García-Alcalá, op. cit., págs. 173 y ss.

[31] Dicen Zepos-Christodoulou que en tales casos la calificación de imprudencia es tan sencilla que no requiere el dictamen de un experto, pues se trata de eventos que hablan por sí mismos (“Professional liability”, en International Encyclopedia of Comparative Law, t. XI,  pág. 27).

[32] Vid. Princigalli, La responsabilità del medico, Ed. Jovene, Nápoles, 1983, pág. 48.

[33] El paciente acudió al Insalud para ser operado de apendicitis y termina con una parálisis de pierna y una pérdida casi completa de audición y emisión de los sonidos

[34] En la que se afirma: “Pero junto a ello, también conviene recordar la doctrina sobre el daño desproporcionado, del que se desprende la culpabilidad del autor..., que corresponde a la regla res ipsa loquitur (la cosa habla por sí misma), que se refiere a una evidencia que crea una deducción de negligencia y ha sido tratada profusamente por la doctrina angloamericana

[35] Díaz-Regañon, op. cit., passim.

[36] De Angel Yagüez, Responsabilidad civil por actos médicos..., cit., págs. 98-99.

[37] De la prueba prima facie ya me ocupaba hace años en mi Responsabilidad civil del médico, cit., págs. 426 y ss. Allí cité profusamente en este punto la obra de Princigalli, La responsabilità del medico, Jovene, Nápoles, 1983, págs. 81 y ss., donde se estudia con detalle su significado en el Derecho alemán. Críticamente se refiere a la misma en fechas mucho más recientes, insistiendo en su total identificación con la presunción judicial, Díaz-Regañon, op. cit., págs. 183 y ss. En contra, Santos Briz (La responsabilidad civil. Derecho sustantivo y Derecho procesal, II, 6ª ed., Montecorvo, Madrid, 1981, pág. 951),  Jordano Fraga (“Aspectos problemáticos de la responsabilidad contractual del médico”, R.G.L.J., 1985,  pág. 85) e Yzquierdo (La responsabilidad del profesional liberal, cit., pág. 309), afirman y razonan  que la prueba prima facie no constituye presunción, sino prueba directa. Frente a la total identificación entre presunción y prueba prima facie, yo diría, con Lorenzetti (op. cit., pág. 224)  que en la primera hay una serie de hechos probados que, relacionados entre sí, dan lugar a la deducción; mientras que en la segunda, además, existe una máxima de experiencia que complementa tales indicios presuncionales. No basta aquí una serie de hechos, sino que hay además una precisa máxima de experiencia, de carácter objetivo, estadístico y fiable (no una apreciación meramente subjetiva) que obliga a llegar a la conclusión presuntiva.

[38] Rosenberg, La carga de la prueba, trad. esp. Krotoschin, Ejea, Buenos Aires, 1956, págs. 165 y ss.

[39] Sobre esta doctrina, en la literatura española, puede verse el claro análisis de Cabanillas Sánchez, “La responsabilidad por infracción de los deberes profesionales...”, cit., págs. 907 y ss.; y Leonis González, “La responsabilidad en la medicina intensiva”, Boletín I. Col. Abogados Madrid, Nov.-Dic. 1990, págs. 35 y ss.

[40] Vid. mi comentario ya mencionado, en C. C. J.C., nº 30, 1992.

[41] Comentada por Fontanilla Parra en La Ley, 13 noviembre 1997. Se trataba de un caso de contagio del virus del SIDA a través de un concentrado de factores.

[42] Todas las sentencias mencionadas se examinan con acierto por De Angel Yagüez, Responsabilidad civil por actos médicos, cit., págs. 98 y ss.

[43] Una vez mi Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba, cit., donde expongo exahustivamente esta doctrina.

[44] Baste trasncribir un párrafo de su argumentación: el deber procesal de probar recae, también, y de manera muy fundamental, sobre los facultativos demandados, que por sus propios conocimientos técnicos en la materia litigiosa y por los medios poderosos a su disposición, gozan de una posición procesal mucho más ventajosa que la de la propia víctima, ajena al entorno médico y, por ello, con mucha mayor dificultad a la hora de buscar la prueba”.

[45] Sobre las dificultades que entraña el concepto de culpa, vid. Mazeaud-Tunc, Traité théorique et pratique de la responsabilité civile delictuelle et contractuelle, 6ª ed., Paris, 1970, t. 1, pág. 460. Sobre el tema, en general, y por citar sólo algunos trabajos “clásicos”, puede verse Santos Briz, J.,"La culpa en Derecho Civil", R.D.P., 1967, págs. 614 y ss.; Puig Peña, "Culpa civil", Nueva Enciclopedia Juíldica, t. VI, 1954, págs. 102 y ss.; RABUT, De la notion de faute en droit privé, París, 1949; Pirovano, Faute civile et faute penale, París, 1966; Lawson, F.H., Negligence in the civil law,  Oxford, 1955; Chironi, G.P., La culpa en el Derecho Civil moderno, Trad. esp. de Bernaldo de Quirós, Madrid, 1907; Altavila, E., La colpa, Torino, 1957; Jordano Fraga, F., La responsabilidad contractual, Civitas, Madrid, 1987, págs. 112 y ss.; Badosa Coll, F., La diligencia y la culpa del deudor en la obligación civil,  Publ. Real Colegio de España, Bolonia, 1987; y últimamente, con extraordinario rigor y capacidad de síntesis, Díez-Picazo, L., Derecho de Daños, Cívitas, Madrid, 1999, págs. 351 y ss.

[46] Savatier, R., Traité de la responsabilité civile en Droit français, París, 1951, t. 1, num. 4

[47] Demogue, Traité des obligations en général, Paris, 1925,  t. III, num. 225.

[48] Planiol, Traité elementaire de droit civil, París, 1926, t. II, num. 863, donde declara la imposibilidad de afirmar la existencia de una culpa sin la previa concurrencia de una obligación en la persona a quien se imputa.

[49] Baso la definición en la de Badosa Coll, op. cit., pág. 663.

[50] Jordano Fraga, op. cit., págs. 226 y  ss., especialmente, pág. 233.

[51] Santos Briz, La responsabilidad civil, cit., pág. 41; Díez-Picazo, L., Derecho de Daños, cit., págs. 361-362.

[52] Fleming, J.G., The law of torts, 51 ed., Book Co. Ltd., 1977, pág. 107.

[53] Entre decenas de sentencias, cabe citar la  STS 9 marzo 1984.

[54] En este sentido, señala la Sent. T.S. 23 marzo 1982 que “...en modo alguno viene permitida sin más la exclusión... del básico principio de la responsabilidad por culpa, lo que comporta la indeclinable necesidad de que el acto dañoso tenga que ser... culpable, esto es, imputable a negligencia - o dolo - del agente, por más que la diligencia obligada abarque no sólo las prevenciones y cuidados reglamentarios, sino también todos los que la prudencia imponga para previnir del daño”. Igualmente, la STS 13 julio 1987 (ponente Santos Briz) habla de culpa en sentido subjetivo como "ornisión de la diligencia exigible en cada caso" que es la exigible a los profesionales sanitarios, siendo ajena a ellos la idea de responsabilidad objetiva.

[55] Vid. Penneau, J., Faute et erreur en matière de responsabilité médicale, París, 1973; La responsabilité médicale, Sirey, París, 1977, págs. 44 y ss. y 244 y ss.; Savatier-Auby-Pequignot, Traité de Droit Médical, Paris, 1956. 841. SAVATIER, AUBY y PEQUIGNOT, "Traité...", cit., pág. 290.

[56] Ataz  López, J., op. cit., pág. 290. La definición es susceptible de una mayor concreción, que intentaba en mi La responsabilidad civil del médico, cit., págs. 217 a 226. En todo caso, se está aludiendo a la “diligencia profesional” a la que se refiere Díez-Picazo, Derecho de daños, cit., pág. 361.

[57] De nuevo, remito a mi monografía ya citada, págs. 221 y ss.

[58] Ataz  López, op. cit., pág. 280.

[59] Cattaneo, La responsabilitá del professionista, Giuffré, Milano, 1978, pág. 56.

[60] Sobre el concepto, evolución, verdadero significado y alcance de la les artis, resulta imprescindible el documentado trabajo de Alonso Pérez, M., “La relación médico-enfermo, presupuesto de responsabilidad civil (en torno a la lex artis)”, en Perfiles de la responsabilidad civil en el nuevo milenio, Dikinson, Madrid, 2000, passim, y especialmente págs. 33 y ss.

[61] Por ejemplo, y además de los códigos deontológicos nacionales, la "Declaración de Helsinki" o Código ético de la Asociación Médica Mundial, de 1964; el Código de Londres, de la citada Asociación (octubre, 1949); el Código Inernacional de Nuremberg, de 1947; la Declaración del Comité Permanente de Médicos de la CEE de 1967; la Declaración de Sydney de 1968; la Declaración de Oslo de 1970, etc.

[62] Gracia, D., “Los derechos del enfermo”, Dilemas éticos de la medicina actual, UPCM, Madrid, 1986; Alonso Pérez, “La relación médico-enfermo...”, cit., págs. 23 y ss.

[63] Vid. Sáchez Carazo, “El Convenio de Oviedo”, en Revista Pediatría de Atención Primaria, 2001, págs. 147 y ss.

[64] El tema ha sido estudiado con todo detenimiento a la luz de la jurisprudencia, con el tino que le caracteriza, por De Angel Yagüez, “Consentimiento informado: algunas reflexiones sobre la relación de causalidad y el daño”, en Práctica Derecho de Daños, Marzo, 2003. Modestamente, también me he ocupado de la cuestión en términos coincidentes con el profesor de Deusto (salvo algunos matices) en mi prólogo a la obra de  Domínguez Luelmo, A., Derecho sanitario y responsabilidad médica (comentarios a la Ley 41/2002 de 14 noviembre, sobre derechos del paciente, información y documentación clínica), Lex Nova, Valladolid, 2003.

[65] Llamas Pombo, La responsabilidad..., cit., págs. 151 y ss.

[66] Así ocurría en el caso Chatterton v. Gerson (1981).

[67] Existe un extensísimo, minucioso, documentado y certero comentario a dicha Ley  en Domínguez Luelmo, A., Derecho sanitario y responsabilidad médica (comentarios a la Ley 41/2002 de 14 noviembre, sobre derechos del paciente, información y documentación clínica), Lex Nova, Valladolid, 2003. Puede verse también, a título de ejemplo, Cervilla Garzón, “Comentario a la Ley 41/2002, de 14 noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica”, en A.C., 2003, págs. 311 y ss. y Romeo Malanda, S., “Un nuevo marco jurídico-sanitario: la Ley 41/2002, de 14 noviembre, sobre derechos de los pacientes”, La Ley, 23 y 24 enero 2003.

[68] Vid. Alonso Pérez, “La responsabilidad precontractual”, R.C.D.I., 1971, págs. 859 y ss.

[69] Prueba de la importancia de este deber es el hecho de que dos de cada tres procedimientos de responsabilidad médica en Alemania contemplaban en 1976 supuestos de falta o insuficiencia de información Similar atención presta a la misma la jurisprudencia francesa. En nuestro pais, el deber de información cobra carta de naturaleza jurisprudencial por primera vez en la STS 25 abril 1994, que contempla un supuesto de vasectomía fallida (precisamente por defectuosa información). Existe un comentario extenso de dicha Sentencia de Llamas Pombo, en Cuadernos Cívitas de Jurisprudencia Civil, nº 36, 1995.

[70] Skegg, P.D.G., Law, Ethics and Medicine, Oxford, 1984, págs. 88 y ss.

[71] Sobre otros aspectos como la extensión objetiva del secreto médico, excepciones, carácter imperativo o dispositivo del mismo, etc., vid. LLamas Pombo, La responsabilidad civil del médico, cit., págs. 272 a 281; Ataz  López, op. cit., págs. 186 y ss.

[72] En los términos del art. 29 del Código de Deontología Médica, "el médico tiene el deber y la responsabilidad de mantener actualizados sus conocimientos científicos y perfeccionar su capacidad profesional".

[73] Según S.T.S. 26 junio 1980, "el otorgamiento de un títuio profesional, de acuerdo con la normativa docente y académica, crea, sin duda, una presunción de competencia, que encuentra su fase negativa en la impericia, entendiendo por tal la incapacidad técnica para el ejercicio de la profesión...".

[74] Es famosa, en este sentido, la sentencia alemana del BGH de 16 mayo 1972, que condena a un médico que curó una infección con un viejo medicamento, una vez descubierta la penicilina.

[75] Silva Sánchez, J.M., "La responsabilidad penal del médico por ornisión", La Ley, 23 enero 1987.

[76] S.T.S. 8 febrero 1949, que se refiere a la "continuidad característica" de los servicios propios del médico de cabecera, oue debe atender el requerimiento del enfermo "en cualquier momento, de día o de noche, en días laborables o festivos".